Paraiso Perdido: Por amor a la vida


Por amor Cayeron. Su primer Mandamiento fue "amadme", y el segundo, "amadlos como me amáis a mi". Y el Pecado inevitable fue tener que escoger entre amores. Esa es la naturaleza de la tragedia. Hermano contra hermana, amigo contra amiga, amor contra amor. Un nosotros convertido en yo y él.

Las alas de los ángeles se baten con fuerza, alzando a la Hueste de vuelta a sus ciudades de plata y cristal. Solo, abandonado, castigado, Lucifer mira las ruinas a su alrededor de lo que una vez fue el Eden. Los humanos han perdido su brillo y magnificencia, tan condenados como el resto de la Creación por el pecado de perder la guerra, y por haber vuelto la espalda a la rebelión que buscó liberarles para siempre. Ahora solo quedan ruinas, olvidadas y perdidas, de un tiempo en que se pudo soñar, pintar y amar. Y el Primero vaga a solas, sin respuestas, sin salidas, sin enemigos ni voluntad. Disminuido todo, el sol mismo brilla con menos luz y fuerza. ¿Qué puede quedar en este desierto estéril, en las cenizas de la derrota? Pero el Primero niega el final y se pone en marcha con determinación en los ojos.

En Sumeria, Babilonia, Egipto, Grecia, India sus generales regresan en medio de oscuros rituales infernales de invocación, traídos de vuelta del Infierno cambiados para siempre. Abominaciones que han pasado una eternidad en el Infierno, lejos de la Luz, lejos de la humanidad, lejos de su líder. Y Lucifer camina a la entrada del templo de Zeus en Olimpia, las pirámides de un faraón antiguo y siniestro, los ziggurats que miran a las estrellas. En busca de sus más allegados, de sus campeones, de los Archiduques de sus Legiones. Al encuentro de los monstruos, en cuyos ojos solo anida el horror. Su rechazo, su odio, su negativa, cada una un golpe contra el Primero de los Caídos. Pues lo que ha regresado no es lo que se había marchado, el tiempo les ha exigido a ellos también un sacrificio inimaginable para el Primero, que nada sabe del Infierno. De los antiguos rivales como Abaddon era de esperar, pero las lágrimas amargas caen de nuevo al ver el odio y rechazo en los ojos de Belial y Dagon. Aquellos cuya lealtad nunca había temblado ahora eran enemigos, aquellos que quería como hermanos ahora le miraban con envidia y rechazo. Ya solo sabían de destrucción y guerra, de mancillar y desear, de ambiciones espúreas y siniestras. Del hambre de adoración.

Les da la espalda, desapareciendo de vuelta a los desiertos y bosques de los tiempos antiguos. Escondido entre los seguidores de Abraham que aún recuerdan algunas cosas de lo que había existido antes, observa aterrado la construcción de las pirámides, de los enormes ziggurats de adoración persa, el coloso de metal de Rodas. Tributos, honras, muestras de la devoción de los mortales a los antiguos señores que se visten ahora con las ropas de dioses. Tiamat, Zeus, Ra, Kali, Mithra y tantos otros nombres ficticios y sin poder, que enmascaran otras siniestras denominaciones de mayor resonancia en el tejido mismo del universo. Y Lucifer llora al ver lo que imponen al mundo. Pues sus regalos y dones de cultura y tecnología no carecen de coste, ya que esa es la naturaleza de pactar con el Infierno.

Los golpes de los aurigas del ejército egipcio sobre las arenas del desierto forman oasis de sangre. Las formaciones hoplitas griegas, conquistando el mundo en nombre de sus dioses de la alta montaña apilan muertos a sus pies. La caballería persa, forjando imperios ilimitados mientras buscan respuestas en los cielos aplastando a aquellos que no adoran como ellos. Los sacrificios hindúes en nombre de divinidades y demonios que deben ser aplacados. Las fosas de sacrificio de las tribus africanas, para acallar las demandas de los espíritus que les hablan en la noche. Generaciones enteras que chocan, luchan, destruyen, viven y mueren por sus fes y sus señores abominables. Y ellos ríen, dementes y monstruosos, en sus Encadenamientos de joyas y piedra, hueso y oro, sangre y dolor. Dementes, el pecado mismo se rinde ante ellos y su tormento.

El Lucero camina por los bazares de la antigua Persia, entre mercaderes fenicios y arquitectos cartagineses, entre filósofos atenienses y sacerdotes egipcios. Aquí y allá algunos pocos dan la espalda a los terribles dioses con sus dones envenenados: el pequeño niño que se vuelve hacia la sabiduría de Buddha o el rabino anciano que habla sobre rechazar falsos ídolos. Pero son una minoría, esclavizada y sometida ante los regalos y dones que los infernales otorgan a sus seguidores. Pues la atracción de la riqueza, el sexo, las armas y la adulación es demasiado poderosa para que el alma humana pueda resistirla. De modo que es sobre la corrupción y la adoración mancillada sobre la que se construye la cultura y la civilización, pues todo lo que se ata al Infierno acaba tan retorcido como sus señores oscuros.

Ya la égida de la bandera romana se expande por el mundo, con la fuerza y brutalidad de sus legiones. Un Imperio sobre todo, una respuesta, una máquina de terrible opresión y brutal dominio. Una estructura forjada con cadenas de sumisión que destruye diferencias y subyuga reinos en nombre de aquellos que tejen desde las oscuras tinieblas. En loas a Júpiter Capitolino, sus cultos mistéricos descienden al hedonismo y la corrupción, intercambiando sus almas inmortales por denarios manchados de sangre de esclavos y gladiadores, de enemigos y de vírgenes. Senadores que beben vinos de las calaveras de sus sirvientes, mercaderes que trafican con la salvación en templos.

Y Lucifer llora, amargamente, por cada golpe, por cada muerte, por cada sufrimiento que padecen aquellos a los que ama más que a si mismo. Entonces un mortal habla en un monte, y los legionarios le cogen a la fuerza y le clavan a la cruz. Pero eso no acalla su mensaje. Entre susurros de sus allegados y seguidores, sus palabras se esparcen por el mundo como una ola imparable, llevando consigo la Buena Nueva. Constantino convierte al Imperio Romano a la cristiandad con un golpe de su mano y de su voluntad, y así, de un día para otro, los antiguos y retorcidos dioses salidos del Infierno son rechazados, expulsados, desterrados. Los humanos están en el centro de todo, guiados por la radiante cruz que se alza en Roma, donde una vez anidó con mayor fuerza la podredumbre y la corrupción. Aullando de impotencia, la ira infernal se sacude para devolver las cosas a como eran, pero poco saben de lo inútil de la misma en un mundo cambiado: nada importa cada cristiano quemado, pues rápidamente es convertido en un santo mártir que ayuda a que los demás creyentes les den la espalda a los dioses que antes adoraban.

En nombre de los dioses de las tribus, los bárbaros descienden y queman Roma, solo para ser convertidos a la fe cristiana. Monjas son sacrificadas en nombre de Odín en un futil intento por evitar que la cruz se alce en el norte. Muerte y destrucción son la única respuesta que ofrecen las divinidades infernales, pero de nada sirven. Y entonces Mahoma camina hasta la montaña y con las revelaciones inicia una nueva ola imparable. Llega un nuevo amanecer al mundo, pues por toda ira que desatan los infernales, de nada sirve en un mundo de una fe en la humanidad, en la ciencia, en la sabiduría y el valor que tiene cada persona en si misma. Y los terribles señores de antaño son reducidos a supersticiones abandonadas, oscurantismos terribles. Monstruos, tentadores, demonios para obras de teatro y relatos, para asustar a los niños en sus cunas. Pero nada más. Uno a uno, con odio y rencor, se ven forzados a abandonar el mundo y sumirse en sus reinos interiores de pesadillas, eternas e imparables, con la oscura esperanza de que llegue un tiempo que les permita regresar. 

Se alza el sol sobre las horas gloriosas de ensueño, de brillo y luz. De Da Vinci a Copérnico, de Hume a Kant, de Miguel Ángel a Poe. "Amarás al hombre sobre todas las cosas", el antiguo Mandamiento cambiado se convierte en el mantra de un mundo que encuentra su renacimiento y su ilustración. Florece el pensamiento, la filosofía, el arte, en loas al amor mutuo de quienes se saben vivos, de quienes se saben importantes. Y Lucifer ríe libre y olvidado, con la felicidad de quien ve que todo sufrimiento ha valido la pena... pero también teme porque ve las señales ya que no todo es luz. Aún sin sus oscuras deidades, el alma humana esconde el Pecado igualmente, la ambición y la desidia, el odio y el fanatismo. Y todo su engrandecimiento en la luz, tiene una reacción de igual fuerza y dirección opuesta en la oscuridad. 

Así llegan las trincheras de la Gran Guerra, porque ningún mediodía es eterno. El lanzamiento de gas mostaza y otras armas de destrucción masiva, la muerte de millones en nombre de banderas y tiranos. Los tanques de la Segunda Guerra Mundial, cruzando las zanjas destruyendo compañías militares y poblaciones civiles. Los escuadrones de bombarderos sobre Guernica o Londres reduciendo la vida a ruinas. El lateral del Enola Gay se inclina, las portezuelas bajo el mismo se abren, y el horror cae; mientras el bombardero se aleja vemos el hongo crecer sobre Hiroshima, pronto a ser seguido por el de Nagasaki, aún mayor en horror y potencia. Las terribles selvas de Vietnam son quemadas con napalm y agente naranja y Afganistán es asolado una y otra vez por los soviéticos. Los antiguos desiertos de Mesopotamia son regados de sangre y petróleo con dos nuevas guerras en Irak. Y decenas de millones mueren entre aullidos de dolor, miedo e impotencia, en terrible tributo a la maldad que también habita en el alma humana y que la ciencia ha desatado. Un torbellino de almas en sufrimiento, un Tsunami de horror que se abate más allá de los límites materiales de la Creación, sacudiendo el universo mismo hasta sus cimientos. Un punto de daño tan masivo que, como un cáncer, corrompe todo lo que toca, sumiendo el universo en la oscuridad desatada por la humanidad.

Impotente, el Lucero del Alba observa cuando las paredes del Infierno mismo se agrietan, se abren brechas, pasos, caminos para los Caídos para escapar de su encierro. Para respirar de nuevo en sus cuerpos humanos conquistados, para planear su venganza y su lucha. Primero unos pocos, luego cada vez más, regresan a la Creación cargando el Tormento por el que han pasado. Porque ellos también retornan cambiados, transformados en algo oscuro y retorcido por el horror por el que han pasado. Su amor a la humanidad deformado por sus deseos de fe, poder y dominio. Pocos buscan la redención, menos aún respetan los antiguos ideales. Los demás buscan defender sus facciones, sus lealtades impostadas y las reales, los pactos sellados a cambio de libertad. Las cadenas que les permiten una segunda oportunidad, a cambio de traer negrura a un mundo ya sumido en las tinieblas.

Y con su regreso, los terribles durmientes despiertan de nuevo a sus cruzadas y guerras, a su hambre y voracidad sin límite. Primero lentamente, pero cada vez con más fuerza van reuniendo a sus seguidores a su alrededor, cultos de devoción y muerte que se postran a los pies de cada uno de ellos, alimentándoles y nutriéndoles. Dándoles el poder que necesitan. Un terremoto sacude una ciudad y un mundo, porque un terrible amigo busca venganza contra otro, marcando el comienzo del fin con la claridad de un reloj sonando su alarma. Por una justicia retorcida contra una falta causada por otro, por una destrucción que es ritual y poder a partes iguales. Por sombras que se alargan sobre un mundo donde se acaba el tiempo, donde la sangre forma ríos y las lágrimas manantiales. El requiem final por una Creación condenada por el pecado. 

Lucifer mira hacia el sol que se alza sobre Los Ángeles a través de la ventana rota, de nuevo a solas. Casi ha muerto hace unas pocas horas, pero en ese terrible reencuentro también hubo una frágil esperanza. Agotado, tumbado en el sofá, alza los dedos al astro con la forma de una pistola y dispara un simbólico pum con los labios. "Te toca ahora tu turno". Se deja caer sin fuerzas sobre el sofá, mirando el techo. Pero aunque no tenga fuerzas, no duerme, hay demasiado por hacer. 

Por amor a aquellos por los que lo dio todo, y dará lo poco que le queda. 

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