Edad del Fuego 36: El Dolor de sus Ausencias

Las llanuras de Urth se despliegan ante un joven Lázaro que, con Augustus, viaja por las maravillas del mundo. Desde las pirámides de la antigua ciudad de Cairo a los palacios de Petersburgo, la catedral grandilocuente de París, la estatua en cruz de Rio, los rostros en piedra de la montaña, los templos rojos y negros de las cumbres cercanas a Kyoto. Y finalmente al augusto palacio, cuya historia olvidada por el tiempo no recuerda el nombre de Taj Mahal. Y allí pregunta por su origen el joven, recién ordenado, y Augustus le cuenta que nadie lo recuerda pero él cree que era una historia de amor, como la de San Cardano por Amorita, como la del Pancreator por toda su creación. Una de las infinitas muestras de su amor que se espande desde las estrellas a todos los mundos que giran en torno a ellas, y quizás aquella luz sobre ellos sea Sutek, o Pentateuch, o tal vez el mágico y misterioso Gwynneth, o el glorioso Byzantium Secundus, o el gris desértico de Nowhere. Y un día, ambos juntos recorrerían esos mundos siguiendo la estela de San Paulus, en busca de las maravillas que el Pancreator ha creado para todos los humanos como muestra de su amor infinito.

Pero si avanzamos en el tiempo, la cámara mostrará el acelerado caminar de Macarena, y cómo reune a Lázaro y Astra para comunicarles lo que ella sabe: la muerte de Augustus, que ella siente como su propio fracaso pues no logró evitarla con tantos problemas como han visto últimamente. Desolado, Lázaro abandona la sala y Astra no sabe como consolarlo, pero son los consejos de Macarena y Manuel los que la guían a acudir al dormitorio del clérigo y, en medio de su zozobra, ser el ancla que necesita. Ese beso de esperanza en medio de las lágrimas de la pérdida.

Necesitarán horas para recuperarse, antes de acudir al barrio de los curtidores con la caída de la noche. Astra permanecerá alejada de la iglesia dilapidada que es el destino del trío, observando todo con su artefacto espía, mientras Lázaro y Macarena (disfrazada de sirvienta) se adentran en el sótano de la iglesia y encuentran a los rebeldes. Es una conversación amarga aquella, pues el miedo y la determinación de los campesinos es real, fruto de los desmanes de quienes entienden que son agentes de la Oscuridad: los Príncipes Hazat. Y están dispuestos a arriesgar y perder sus vidas para eliminar a una nobleza que ven como demoniaca, monstruosa y tiránica. Lázaro, con suaves palabras, consigue calmar los ánimos, mientras Macarena obtiene la información que buscaban: el arma que se había usado para atentar contra el Príncipe provenía de un poblado no muy alejado, con un acento característico, las tierras del Barón Duarte, recientemente depuesto en unas revueltas campesinas. Astra, mientras tanto, se encontró con que, sin motivo aparente, Cetro dijó una frase sin sentido y comenzó a recitar el número pi en su cabeza, y por mucho que la joven buscó la causa de todo ello, no la encontró. Ni causa, ni solución.

Con ello retornaron al palacio, pues no era hora de viajar a las tierras Duarte, sino de descansar. De camino de vuelta al palacio, hubo una complicada conversación en el carruaje, entre un Lázaro decidido a decirle al Príncipe Hazat que abdicase en su hija, y Macarena y Astra tratando de hacerle ver, infructuosamente, que no era ni el momento ni el lugar para hacer todo ello. Pero viendo que el joven párroco no cejaba en su empeño, Macarena hizo de tripas corazón y le aconsejó sobre como enfocar la conversación gracias a su conocimiento personal del Príncipe, aún si aquello se encontraba en el límite de la lealtad exigida a sus juramentos de vasallaje y protección tomados cuando fue nombrada Guardiana del Príncipe. 

Llegando al palacio se cruzaron con una comitiva de la Casa Castillo que marchaba. Los detuvieron para conversar, pero el Duque estaba claramente preocupado, furioso y molesto y no estaba dispuesto a decir por qué. Pero, de algún modo, tenía que ver con Seth Talebringer, y Astra creía que lo que fuera que Lisandro había consultado con los demonios era lo que había hecho que Cetro comenzase a recitar números. Aunque aquello nunca había ocurrido antes, ni había una conexión clara entre ambos eventos, salvo que tuvieron lugar en un momento muy cercano. El Duque marchó hacia el astropuerto, no sin antes dejarles con todas las pruebas y herramientas necesarias para continuar las investigaciones que estaban realizando.

Al día siguiente viajaron a las tierras Duarte, un pequeño poblado donde los campesinos corrieron a reunirse en la plaza ante la llegada de los extraños, ante las ruinas parcialmente quemadas del castillo del señor. La sacerdotisa de la Iglesia local fue quien llevó la mayoría de la conversación, rodeada por los hombres y mujeres de la villa, cuatro de ellos armados con las armas láseres que faltaban. Y, por mucho que lo intentaron, las palabras solo sirvieron para caldear el ambiente y complicar la situación, a medida que la tensión aumentaba. Y cuando Macarena dijo las palabras equivocadas, el infierno se desató en aquella villa pequeña y la sangre corrió por sus caminos de barro. 

Los mercenarios entrenados al servicio de Astra abrieron fuego cuando la multitud se abalanzó contra todos los presentes, mientras la propia Talebringer buscaba de asegurar las armas láser y una de ellas le explotó en las manos por algún problema de su batería de energía. Macarena logró inmovilizar a la sacerdotisa y la usó como escudo hasta que los propios campesinos la mataron mientras intentaban alcanzar a la noble, que se defendió entonces con su capa para intentar dejarles inconscientes y no matarles. Y Lázaro intentaba calmar el ambiente con sus palabras, que aunque lentamente, fueron calando entre quienes podían escucharle mientras piedras y palos golpeaban al joven sacerdote. Para cuando acabó todo, unos minutos más tarde, el centro del pueblo era una carnicería de campesinos muertos y heridos, niños que habían huido y el olor de la sangre llenando el ambiente. 

Lázaro organizó rápidamente a los lugareños para tratar de atender a sus heridas, mientras Astra y Macarena buscaban respuestas. Con la sacerdotisa muerta, el anciano del pueblo era quien más sabía, un hombre mayor que se había refugiado en una de las casas, y que confesó lo ocurrido entre odio y palabras de rencor ante el dolor que la nobleza había desatado, antes y ahora, sobre su gente. Les contó que el pueblo había contratado al gremio de ladrones de Castillo Furias para conseguir las armas, juntando todas sus riquezas, e incluso quien había sido su contacto. Y cómo había sido una de las panaderas de la villa quien había llevado el arma hasta los rebeldes de la ciudad para ayudarles en una causa tan importante como aquella. 

Con la información dispuesta, Macarena llamó por la radio a Ana Elena, la Princesa Heredera, para ver qué hacer al respecto. Sin familia nobiliaria en las tierras, mientras el Conde local no nombrase un nuevo Barón, la Princesa se encargaría, pero no podía desplazarse por algo así. De modo que entregó el poder y la potestad de resolver la cuestión a Macarena, sería ella quien debiese imponer justicia. Hablando con Astra y con los habitantes del pueblo, establecieron una lista separando a quienes estaban realmente convencidos de la revuelta de aquellos que podían ser disuadidos y aquellos que solo habían participado renuentemente. Las penas serían menores para los dos segundos grupos, pero los primeros habían atentado contra sus señores, una traición demasiado terrible. 

Y justicia se hizo. Fueron llevados a un campo alejado del poblado después de que se despidiesen de sus familias y amigos, y se les ofreció una elección: morir o servir el resto de sus días como esclavos. Los que eligieron lo primero encontraron una muerte rápida y misericordiosa ante un pelotón de fusilamiento de mercenarios de Astra, los que eligieron lo segundo viajaron con ellos de vuelta a Castillo Furias. Allí, en la sede del Muster con los que Astra había tenido tratos, fueron regalados para servir como esclavos y enriquecer a los Encadenadores, hasta que les llegase el final de sus días.

"A mi querida Astra,
Te escribo estas palabras porque se que no podría decírtelas en persona, tratarías de detenerme e incluso es probable que tuvieras éxito. Pero lo que he aprendido de ti, en nuestras conversaciones, es que estoy posicionado, lo vimos juntos cuando intenté replicar el artefacto annunaki, e incluso lo he confirmado en Prima Factoria. Siempre he pensado que podía controlarlo como una herramienta, pero no es así, y la hora ha llegado para salir del medio. Sino, otros excesos como el del Alguacil, tendrán lugar. Y ahora mis enemigos se arremolinan a mi alrededor, podría detenerlos, pero eso solo les volvería más peligrosos, conscientes de que no pueden acabar conmigo se volverían contra vosotras a las que tanto adoro. Así pues, protege al Imperio pues la Emperatriz va a necesitarte, cuida de Rauni y de tu madre, y vive. Vive mucho y se feliz. El Embajador Vau me dijo que vivir era elegir, pero también morir puede serlo.
Te quiero, mi más bella estrella,
Seth Talebringer"

El Gran Inventor deja la pluma y coloca la carta junto a las otras que están listas. Marcha a donde sus enemigos no pueden seguirle con un sonrisa triste y nostálgica mientras se pone en pie en su taller. Toca aquí un artefacto desmontado, una reliquia querida, un invento a medio completar. Camina y abre la ventana a la siempre continua lluvia de Byzantium Secundus, sus ropas empapándose al instante, y despliega sus brazos. Durante un instante, parece que vuela, y podría hacerlo si quisiese pero la gravedad finalmente toma el control y el cuerpo se desploma cada vez a mayor velocidad. Cae y cae hasta estrellarse sobre las calles transitadas de la capital imperial, su sangre mezclándose con la lluvia ante el estupefacto gesto de los transeuntes, mientras la cámara se aleja, remontándose por la Avenida de las Embajadas, entre sedes gremiales y de las Casas, palacios eclesiásticos y más. Hasta el palacio imperial donde Aurora I observa la lluvia, su espada de entrenamiento caída al lado de una carta abierta. Sobre ella, estaciones espaciales, planetas y lunas giran y danzan como siempre, mientras la cámara se aleja en dirección a la puerta de salto.

Y aquí, entre las estrellas, me despido yo de ti, mi joven amigo. El más interesante e inteligente de los humanos, aquel que ha hecho los últimos años más entretenidos que los siglos que les precedieron. Marcha en el oscuro pero amoroso abrazo, veremos en qué quedan todas tus jugadas y tus apuestas, todos tus movimientos y preparativos. Si todo valió la pena, o si todo fue en vano, ahora queda en otras manos escribir esas páginas de esta historia de la humanidad.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un mundo de tinieblas

Tiempo de Anatemas 27: La senda de la tinta y la sombra

Al principio... (antología 1)