La Guerra Mundial
A finales del siglo XIX, la situación para los antiguos dioses era
complicada. El crecimiento de las religiones monoteístas había ido
eliminando sus seguidores hasta prácticamente hacerlos desaparecer, e
incluso el impulso clásico del Renacimiento se había secado tras el
periodo de racionalidad de la Ilustración. Y, aunque la modernidad
temporalmente había puesto de nuevo en voga lo sobrenatural, desde
fantasmas a seancés, era un mundo sobrenatural muy diferente al de las antiguas divinidades casi olvidadas.
Para luchar contra esto, los dioses del Dodekatheon recuperaron a partir
de 1896 una antigua tradición: las Olimpiadas. De nuevo como antaño,
cada cierto número de años las naciones competían deportivamente bajo la
marca de los dioses olímpicos y un pequeño caudal de fe les llegó de
nuevo desde el mundo mortal para alimentarles en su montaña.
Pero, en el norte, la envidia corroía a los Aesir. Hambrientos como el
resto de divinidades, sabían que ellos no tenían una antigua tradición
deportiva que poder revivir de nueva forma. Sentado en su trono en el
Valhalla, Odín reunió a sus dioses más allegados para debatir la
cuestión y tratar de influir de nuevo en el mundo mortal sin romper los
antiguos tratados entre panteones. Durante semanas, meses, años, se
reunieron y discutieron entre las batallas diarias de los einherjar y los festines de las noches.
Ninguna respuesta llegaba.
El mundo se sumió en la oscuridad de la Gran Guerra tras un único
asesinato en los Balcanes, y los Aesir siguieron meditando qué hacer.
Sentado en su trono que todo lo muestra, Odin observó a los ejércitos
marchar por Europa y masacrarse unos a otros en nombre de sus banderas. Y
el viejo tuerto supo apreciar la importancia de los símbolos, la
importancia de la Nación: era algo raro, no era una divinidad, pero los
mortales parecían dispuestos a todo por su nombre, como antaño habían
hecho por el favor de los dioses.
Odín debía hacerse con el control de una de esas naciones, una poderosa,
capaz de transmitir así su fe a él y a los suyos. Reunió a los Aesir y
les expuso su plan, y durante tiempo debatieron cómo proceder, pues el
camino era complicado. Ninguna nación les adoraba, ninguna les
recordaba, y ellos eran dioses guerreros en un tiempo en que la paz se
veía como necesaria tras la gran tragedia. Nadie necesitaba el poderío
de Thor entre mercaderes, ni la fiera justicia de Tyr o la promesa de un
Valhalla al que se llegaba tras una gloriosa muerte en batalla,
transportado en las alas de las Valkirias. Heridas, cansadas y agotadas,
las naciones y los mortales del mundo daban la espalda a los valores de
los Aesir y trataban de construir una paz duradera, amparada bajo la
bandera de la Sociedad de Naciones.
Era un problema irresoluble y, bajo la opresión de la imposibilidad, las
decisiones más terribles dse vuelven dignas de consideración. Una
década después de que la Gran Guerra terminase, Odín y sus consejeros
más afines descendieron a la cueva donde Loki se encontraba prisionero,
atado con las entrañas de su propio hijo, bajo el veneno de la serpiente
que diligentemente su esposa recogía en una copa.
El Dios Ahorcado habló con el Dios de los Engaños acerca de su plan, y
cómo no veía modo alguno de conseguir que una de las naciones les
adorasen a todos ellos. Loki escuchó con una sonrisa y cuando el tuerto
terminó de hablar, lo hizo él. Y habló de que ninguna de las naciones en
existencia se inclinaría ante dioses como ellos, pues eran cobardes y
pacíficas, asustadas de su propio poder; habló de la necesidad de una
nueva nación, fuerte, valiente, conquistadora, capaz de someter al mundo
como antaño habían hecho los drakkares de los jarl del norte. Una nación como ellos, que no tuviese miedo de quien era, y de su propia fuerza y valentía.
Una nación que aún era un sueño... pero que podía existir con un pequeño empuje en el momento adecuado.
Así fue como, siguiendo las instrucciones del dios encadenado, Tyr y
Freya descendieron al mundo y entraron en contacto con un pintor
frustrado. Hablaron con él, le inspiraron, le guiaron más allá de sus
dudas tras la brutalidad de la Gran Guerra, y el artista dejó el pincel.
En su lugar, se subió a un podio y empezó a hablar, y la gente le
escuchó. Habló de la injusticia para con su pueblo que era la paz, habló
de odio, de superioridad, de una sociedad en movimiento perpetuo, de
ideales de valentía y arrojo... y la gente respondió cada vez más fuerte
"¡sieg heil!".
A medida que las banderas rojas, blancas y negras se alzaban por toda
Alemania, el poder de los Aesir se incrementaba de nuevo. Pues bajo las
soflamas del Partido Nazi, los símbolos de los antiguos dioses de nuevo
ocupaban su lugar, como las SS con forma de la runa de Thor o las
cábalas ocultistas que recordaban a antiguos dioses. Bajo la ira, la
valentía y el coraje, el odio y la furia, los nuevos drakkares
fueron bautizados Panzer, y bajo el ala de la Wehrmatch se organizaron
los nuevos fieros guerreros que hallarían su descanso en Valhalla.
Y los tanques cruzaron la frontera de Polonia primero y después el mundo
entero se sumió en el fuego. Y Odín sonrió, mientras en su nombre los
hombres de nuevo mataban y morían. Mientras del cielo llovía muerte
desde pájaros de metal que transportaban dozenas de bombas con su
mensaje en el interior: los Aesir hemos vuelto.
Otros aprovecharon el conflicto, tal como cuentan las leyendas. Belona
ayudó a movilizar el potencial de la Roma Eterna en esa misma guerra,
igual que los Amatsukami aprovecharon la ocasión para desatar su ira
sobre la Burocracia Celestial. E incluso, la Afrika Korps de Rommel
aprovechó su guerra contra Gran Bretaña en Egipto para estudiar los
secretos de los Pesedjet. Del otro lado los dioses se involucraron
también, bajo la enseña de cuervos de Morrigan Gran Bretaña lanzó sus
colonias a la guerra, arrastrando con ella a los Devas de la India. La
Burocracia Celestial luchó por cada centímetro de tierra sagrada china
contra los invasores nipones, igual que los miembros del Dodekatheon
intentaron resistir los embates germanos. Finalmente, los Rus se vieron
arrastrados a la guerra cuando, violando los acuerdos, Hitler ordenó
iniciar la Operación Barbarroja.
El mundo se sumió en una oscuridad como nunca antes se había conocido.
La sangre, el fuego y la muerte reinaron durante años, mientras los
cadáveres de soldados y civiles se apilaban en las calles y campos.
Guerreros y campesinos fueron masacrados por igual bajo las enseñas de
sus banderas y, con ellas, los designios de los dioses. Tanta muerte y
tanto dolor anegaron los Inframundos de nuevas almas, desesperadas ante
el horror que se desataba en el Mundo.
Midgard ardió, llenando de poder tanto a Asgard como a Helheim. Y Odín
rió, guiando con su lanza Gugnir a las huestes en la batalla,
descendiendo con sus cuervos a devorar los cadáveres dejados atrás por
los enfrentamientos, disfrutando de la llegada de nuevos soldados a su
Hall.
Pero la guerra se tornó en su contra, no por el poder de los dioses,
sino por la intervención de los hombres que se escudaban bajo la bandera
menos vinculada a divinidad alguna: Estados Unidos. Sin panteón propio,
una nación joven como aquella era refugio de multitud de creencias,
motivada y alimentada por mortales a los que los dioses habían ignorado.
El Afrika Korps fue aplastado, y se dice que Rommel mismo se refugió
bajo la Esfinge para tratar de encontrar alguna visión sobre cómo ganar
una guerra perdida. La sangre cubrió las islas del pacífico, a medida
que los Amatsukami se enfrentaban al horror de los mortales desatados. Y
finalmente, Alemania misma fue puesta bajo asedio por las tropas de la
Abuela Invierno, cuyo descanso el propio Hitler había interrumpido al
invadir la Unión Soviética.
Sin embargo, nada igualó el horror doble que cierra esta historia,
cuando los humanos liberaron el poder del fuego, del viento, del átomo.
Hiroshima. Nagasaki. En un momento ciudades japonesas en perfecto
estado, al instante siguiente un mar de muerte, destrucción y terror. Un
segundo eran unos lugares llenos de vida, y después eriales donde ni
los dioses de la muerte podían caminar por el poder desatado de la
radiación. Un lugar donde nada podía vivir ni existir.
De nuevo se hizo la paz, y los panteones contemplaron el horror de lo
que habían hecho. Millones de almas anegaban el Inframundo de la mayoría
de panteones, saturándolos más allá de lo que eran capaces de manejar
unas maquinarias que hacía tiempo no recibían visitantes. Pero estos
seguían llegando y llegando, hasta que el propio Inframundo se dañó y
resquebrajó bajo el peso de la muerte desatada. Y, bajo la enseña de la
radiación y la muerte, los reinos de descanso de los muertos se
agrietaron cada vez más entre temblores y terremotos.
Organizados en torno al pilar central del Inframundo, el Tártaro, la
prisión de los titanes se resquebrajó con ellos. Cadenas que habían
mantenido atados a los seres primigenios desde eones atrás, comenzaron a
oxidarse y ocasionalmente se escuchó el chasquido de los eslabones al
partirse. Y, finalmente, con los años, las manos de Cronos reventaron la
prisión y el comienzo de la liberación de los titanes dio su primer
paso.
Pero esa es otra leyenda, a contar en otro momento. Dejemos aquí esta,
descansar con el horror de la muerte, con el precio de la desesperación,
con el grito desesperado de aquellos sacrificados. Corra ya la cortina
roja que da fin a esta función, la obra que abrió la puerta al Fin de
los Tiempos.
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