Pactar con el Diablo
La multitud vociferaba excitada e inquieta alrededor del patibulo,
removiéndose de un lado para otro. Una suave llovizna, casi un
calabobos, apenas mojaba sus pieles y sus ropas mientras, lentamente, el
reo principal y sus dos hijos trepaban los escalones de madera en
dirección a su ejecutor. "¡Asesino!", "¡Traidor!", y otras
lindezas del estilo se escuchaba a la multitud escupir mientras
observaban al enemigo avanzar en dirección a su final. Y no era para
menos. Por su culpa, sus hijos y sus hermanos, sus padres y sus maridos
habían marchado a la guerra durante cuatro largos meses... y muchos se
habían quedado en aquellas tierras, víctimas de la espada o la peste.
Lentamente, al paso que les forzaban los guardias que los empujaban bajo
la lluvia de tomates podridos y otras verduras pasadas de fecha, los
tres hombres avanzaban en dirección al ejecutor. Este era un hombre
voluminoso, gordo casi, que había sido llamado de Toledo por el propio
Conde para realizar la ejecución. Les observaba a través de su capucha
mojada, afilando su hacha con parsimonia; por suerte, parecía que en
esta ocasión el filo no estaría embotado y su golpe sería piadoso,
quizás la familia había tenido que pagar un soborno para asegurarse de
que el ejecutor hiciera bien su trabajo a la primera, o tal vez el Conde
lo hubiese exigido para evitar problemas con la nobleza tras la
ejecución de uno de ellos.
Pues de eso se trataba. El hombre que avanzaba primero y de mayor edad
era un Marqués, el Señor de Ortiga-Guillén, quien en tiempos no tan
lejanos había poseído una Casa capaz de rivalizar con la del propio
Conde. Tras él marchaban sus dos hijos mayores, quienes no hacía mucho
contaban con la herencia asegurada de unas tierras que muchos
ambicionaban. Demasiados.
Entre la multitud esperaban Sebastián de Gallardo y algunos de sus
allegados. La llovizna caía suavemente sobre ellos y goteaba sobre el
suelo desde las esquinas de sus ropas, la vaina de la espada, o los
rizos del pelo. No era un momento feliz para ellos.
Incluso después de los cuatro largos meses de asedio, seguía sin
entender bien cómo se podía haber llegado a aquello. Cómo, pese al
honor, pese al deber, pese a todo, era posible que los que fueran a ser
ejecutados aquella mañana fueran los buenos y no los malos de la
historia. Porque, por mucho que la multitud pensase que aquellos eran
los villanos que habían envenenado al Señor de Valente, lo cierto era
que se trataba del Conde el que había tejido aquella red para asegurar
la caída de la única Casa que podía hacerle sombra. Igual que antes
había enviado a los Jelmírez a tratar de destruir a los propios
Gallardo. Y, sin embargo, cuando había llegado la llamada a la guerra,
los regimientos Gallardo habían marchado al lado de los del Conde.
Aún ahora, mientras observaba a Leonardo de Ortiga-Guillén y sus hijos
avanzar lentamente hacia La Segadora, se preguntaba si acaso había
tomado la elección correcta. Si no hubiera sido mejor enfrentarse al
Conde y a todas las Casas que le siguieron en la batalla en una lucha
perdida y, sin embargo, justa. Luchar con honor, y morir con valor. Sea
como fuera, la elección estaba tomada. Los Gallardo prosperarían, sus
tierras crecerían a costa de las llanuras del norte de lo que antes
fueron los dominios de los Ortiga-Guillén. Pero, para ello, habían
tenido que pactar con el diablo, y aceptar sus términos. Sus almas a
cambio de supervivencia y tierras.
El Señor Leonardo de Ortiga-Guillén fue el primero en llegar al
patíbulo. Lentamente, se hizo el silencio entre la multitud: entre los
nobles llegados, en la familia de los reos, entre los campesinos de
estas tierras y de las cercanas, entre los miembros del clero. Era el
momento de las últimas palabras de un hombre, el último derecho de quien
está condenado a morir. La voz quebrada y frágil de quien fuera un
Marqués se oyó claramente en toda la plaza:
-¡Yo sólo soy el primero! ¡Pero no seré el último, escuchad mis palabras!-
La multitud rompió en abucheos y gritos, y más hortalizas volaron
mientras los guardias le forzaban a doblar la rodilla y poner el cuello
sobre el cadalso. La plebe se alegraba de que aquel hombre muriese, pues
todos conocían la historia de cómo había envenenado al Señor de Valente
con viles hierbas. En medio de los gritos, el hacha del ejecutor se
elevó entre la fina lluvia y descendió manchando el agua de rojo. La
cabeza seccionada cayó a los pies del verdugo, y dos enanos que habían
estado haciendo juegos malabares y chanzas se apresuraron a cogerla,
riéndose y haciendo bromas con ella antes de depositarla en una cesta.
Pronto estaría colgada de la muralla de Salamanca, como recordatorio a
todo el que pudiese pensar en desafiar al Conde.
Pero, ¿cual había sido su pecado? ¿Acaso había sido alzarse contra un
tirano? ¿O tal vez haberse negado a aceptar las mentiras que sobre ellos
se contaron? ¿Quizás no arrodillarse ante aquel que les exigía un
precio que no tenían razón para pagar? No. Su pecado había sido el
orgullo, el haberse negado a aceptar la injusticia que se les imponía, o
haber aceptado el precio menor en su honra para salvar la vida de los
hijos y los soldados. Por orgullo, por honor, habían ido a una guerra
perdida. Como San Jorge ante un dragón indestructible.
¿Cómo habían podido llegar a esto? Pese incluso a la intervención de un
Cardenal, de que el Duque fuese informado del plan del Conde, ¿cómo
habían dejado que ocurriese? ¿Cómo se podía permitir que un hombre como
aquel Guillermo de Feria, que observaba divertido la ejecución desde su
palco, siguiese gobernando aquellas tierras? Sin embargo, mientras el
hijo mayor avanzaba hacia su final, Sebastián sabía que no había
respuesta a aquellas preguntas.
O que si que la había, y lo que era peor, era una respuesta que no le
gustaba. Por poder. Por ambición. Porque aquel Conde tenía más hombres a
su servicio que el resto de Casas. Porque tenía riquezas que podían
pagar el silencio o podían conseguir la complacencia de los hombres.
Porque por sangre y alianza tenía la voluntad de sus vasallos.
Se hizo el silencio ante la llegada del hijo mayor al cadalso, pero este
no tenía nada que decir. En voz baja y apresurada, simplemente rezaba
pidiendo la salvación de su alma. El hacha se alzó de nuevo, su filo,
todavía goteando la sangre del padre, mezcló esta con su la de su
primogénito. Los enanos de nuevo hicieron sus sarcásticas bromas y
exibieron la segunda cabeza como un trofeo antes de depositarla en la
cesta.
Era cierto que la casa Ortiga-Guillén no desaparecería
aquella mañana. Al contrario, permanecería existiendo, languideciendo
lentamente en las manos de un hijo menor demasiado pequeño para gobernar
o participar en la batalla. Sus tierras se reducirían a la mitad de las
que poseían sus ancestros, siendo el resto repartidas entre los
Gallardo, los Endina y, sobretodo, a manos de los viles y traicioneros
Jelmírez, quienes una vez habían tratado de destruir a los Gallardo para
quedarse con sus tierras... y que habían sido expulsados de las mismas
para siempre ante la punta de la espada que Sebastián sentía enfundada
en su costado.
Y aún las tierras que les quedasen a los Ortiga-Guillén serían
controladas por el Conde, ya que había forzado a que su paladín fuese el
valido del hijo que quedaba en libertad. El propio hermano de
Sebastián, Simón, que por malas artes y vueltas de la vida había alzado
su espada contra su cuñada para tratar de "enderezar" la Casa Gallardo
se convertiría así en la voz que educase y gobernase lo que quedaba de
aquellas tierras, asegurándose de que no surgían conatos de rebelión.
El hijo mediano alcanzó el patíbulo, sus lágrimas indistinguibles de la
lluvia. Apenas tenía la mayoría de edad, y aún así su vida llegaría a su
fin. ¿Cómo se había podido llegar a aquello? ¿Era acaso miedo al Conde?
¿O realmente creían las mentiras que salían de su boca? Sea como fuera,
ya no había vuelta atrás, el pacto estaba sellado y el precio llegaba.
El hijo mediano fue arrodillado sobre el cadalso tras suplicar
inútilmente el perdón del Conde.
Mientras el hacha descendía para juntar su sangre con la del resto de su
familia entre los vítores de la multitud, Sebastián se dio la vuelta,
asqueado. Él y los Gallardo sabían la verdad, quizás muchos otros que
callaban hoy también la supieran. Sabían que por su inacción o cobardía,
por el deseo de sobrevivir y no ser ellos quienes acabasen del cadalso y
sus familias las despojadas de honra y tierras, tres buenos hombres
habían muerto hoy, y muchos más unas semanas atrás en el campo de
batalla.
El demonio juega con una baraja trucada. Probablemente no había habido
alternativa a este desenlace, cualquiera de las otras opciones
simplemente hubiese acabado con una fila más larga frente al garrote
vil, más viudas, más huérfanos. Pero eso no eliminaba el sabor amargo
que le llenaba la boca y le daba ganas de vomitar mientras se abría paso
entre una multitud que se apartaba para dejar pasar a un caballero de
su posición. Se adentró de nuevo entre las calles de Salamanca mientras
las campanas de la catedral repicaban a difunto. A tres difuntos.
Pero ¿qué había muerto aquella mañana? ¿Tres hombres? ¿O acaso el honor?
¿Acaso la caballería, el deber? Acaso aquella mañana no había visto
morir todo lo que cualquier caballero de verdad valoraría...
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