El Resurgir del Fénix se Hace a Través del Fuego
Ernesto de Alarcón meditaba sentado en el trono de su padre en Burgos.
La sala permanecía vacía frente a él, y sólo el leve titilar de las
antorchas en las paredes causaban movimiento, al cambiar la proyección
de las sombras del lugar. Pero, ¡finalmente había conocido a la pieza
que necesitaba!
La primera vez que había visto a los miembros de la Casa de la Vega
pensaba que iban a interponerse en sus planes. Que se pondrían del lado
de su padre, tratando de buscar una salida diplomática a la situación de
anquilosamiento que sufría la Casa Alarcón desde hacía demasiado
tiempo. ¡Y esa salida no lleva a ningún sitio! Su padre, el Duque, había
intentado ese camino durante toda su vida, y lo único que había
conseguido era chocar continuamente con las casas débiles, cobardes y
cansadas que le debían vasallaje, incapaces de organizarse para tomar lo
que les correspondía por justicia. Y los de la Vega, con toda su
palabrería y diplomacia, caminaban por ese camino.
Hasta esa misma mañana, en que había conocido al heredero, Sandro. Y en
él encontró a alguien con la misma visión que él tenía, con la misma
ambición, el mismo deseo de poder. El deseo que, en tiempos, había hecho
grande a la Casa Alarcón, encumbrándola hasta la Corona. Una vez su
padre se marchase como embajador a las tierras de la Casa de Alba, se
podrían poner en movimiento las piezas.
Y eso era lo que lo mantenía sentado en el trono. Finalmente, tras tanto
tiempo, se acercaba el momento de la verdad. Casi podía sentirlo: el
tiempo, corriendo aceleradamente al mismo ritmo que su corazón latía en
su pecho. Pero, llegada la situación, no podía evitar sentir miedo. Iban
a arriesgarlo todo, lanzar un golpe decisivo y tremendo que obligaría a
que el Duque entrase en la guerra contra la Casa de Cruilles,
debilitada por la peste negra. Y, sometidos los aragoneses, la fuerza de
la Casa Alarcón de nuevo habría encontrado la dirección necesaria, y la
Corona sería el objetivo. ¡Adios al vasallaje a esos advenedizos
Medinaceli! Por amor de Dios, ¡si ellos habían sido una parte de la
propia Casa Alarcón! ¿Qué derecho tenían para robar la Corona con malas
artes?
Pero, por justa que fuese la causa, el miedo permanecía. ¿Y si salía
mal? ¿Y si los mercenarios Cruilles eran capaces de aplastar a los
ejércitos Alarcón? ¿Y si la Casa de Alba atacaba el sur, su propio
Condado? ¿Cómo intervendría el Rey, tras su amenaza al respecto en el
torneo? ¿Y los Jovellanos, qué harían? Había demasiados interrogantes,
demasiadas dudas, y sin embargo no se podía esperar. Ya habían aguardado
demasiado, ahora había que actuar, y las dudas se solucionarían cuando
los hechos se pusiesen en marcha.
Ya no había marcha atrás, Sandro de la Vega iba a ser la espada que
iniciase la guerra que llevase a los Alarcón de vuelta a la Corona... o a
la destrucción. Pero nunca más serían los segundos de nadie.
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