Deber y Lealtad
Llevaba
evitando aquel momento durante dos días, y sólo la etiqueta lo
había mantenido a salvo. Sin embargo, como el cuervo regresando
negro de las tierras del sur, los vientos estaban cambiando. Y,
finalmente, entre los copos de nieve, aquellos dos samurai
venían a reclamarlo. El rikugunshokan
quería hablar con él, y todos sabían que aquella conversación no
iba a terminar bien.
Sin embargo, por mucho que supiese de la Corrupción de aquel hombre, de su caída y conspiración para tomar el poder en el Clan, y por mucho que hubiese ya avisado a Bayushi Shoju-dono de la traición... ahora debía honrar la llamada con su presencia. No se puede rechazar la invitación de un superior, no sin manchar la imagen del Clan. Y eso era algo que no estaba dispuesto a hacer, no alimentaría los susurros de los Doji con sus actos.
Así
que siguió a aquellos dos bushi
a través de las salas del palacio, camino de su destino sellado.
Pero aún le quedaba un as en la manga, y con él contaba. Era
gracias a su propia Corrupción que había logrado sobrevivir tanto,
sacrificándose a sí mismo en el altar del servicio al Escorpión.
La notaba acechando en su interior, y confiaba en poder usar el paso
incorpóreo de nuevo para evitar una emboscada, una vez hubiese
honrado la visita solicitada.
Las
puertas de papel decoradas con escenas de la campiña se corrieron a
un lado con un susurro, y entró. La sala estaba débilmente
iluminada, pero la presencia de tres hombres en el interior era
clara. En el centro, sentado en seiza,
se encontraba el rikugunshokan.
Su enemigo. Y, a sus lados, dos bushis
con katanas,
mientras él mismo había abandonado la suya en la entrada como
mandaba la etiqueta y el respeto. Vivir por ella, morir por ella. Las
reverencias de cortesía siguieron, puede que fueran enemigos
acérrimos, pero había que mantener las formas.
No
hubo gritos, ninguna palabra más alta que otra. No sería educado.
Pero el mensaje estaba claro. Querían los secretos que él había
atesorado a lo largo de los años: la localización del hijo corrupto
de Hantei no Kami, la ruta que seguiría Bayushi Shoju-dono y lo que
había sido informado, los planes del Cangrejo portador del Oni...
demasiadas cosas, demasiado valiosas, que no serían entregadas a un
traidor. Con educación, rechazó las preguntas que le hacían,
mientras se concentraba en su interior.
La
voz acudió. Siempre lo hacía. Dispuesta a servir y ayudar a cambio
de un trocito más de su esencia. Devorándolo, lentamente, como un
cáncer, hasta dejar tan sólo un cascarón vacío. La maldición de
tantos de su Clan. Odiaba recurrir a ella, pero no quedaba
alternativa. Las preguntas continuaban y, con cada rechazo, notaba
crecer la tensión en la sala. No había muestras de ello visibles:
nadie hacía movimientos amenazantes, los tonos de voz permanecían
tranquilos, y las máscaras de todos los presentes no transmitían
las emociones de quienes las llevaban... pero lo notaba igualmente.
Estaba entrenado para notarlo. Como un haiku
que expresa la belleza con palabras, los presentes expresaban la
tensión con su simple existencia y manera de ser.
La
voz le ofreció la salida, a través del suelo, y él aceptó. Y, sin
embargo, nada cambió. Con un tono educado y neutro, el rikugunshokan
mostró un fragmento de cristal que brillaba débilmente. Y él supo
que aquel trocito anulaba la capacidad de la voz en su interior. Se
llevaba su as en la manga, su puerta. Solo quedaba una salida.
Con
vigor y rapidez, desenfundó el wakizashi,
única arma que portaba. Notó los años de entrenamiento fluir en su
interior, a medida que tomaba la posición de lucha en la que había
sido entrenado en el dojo
de Kyuden Bayushi. Las katanas
salieron de sus sayas,
y se encontró cara a cara con las espadas de los cuatro mejores
espadachines del rikugunshokan.
No era rival. El bushido,
a través del yu,
exigía que luchase y muriese con valentía. Pero él no seguía el
camino del honor, ninguno de los presentes lo hacía.
Con
rapidez, hizo una finta, que comenzó a marcar el espacio a su
alrededor, y cuando todos se preparaban para el comienzo del combate,
él dio el primer y último golpe. A velocidad cegadora, Shosuro
Minae se atravesó el corazón.
Su
vida no le pertenecía, sino que era propiedad de su Daimyo,
por lo cual había cometido una infracción innegable. Iría al reino
de los Ancestros Hambrientos, o al Yomi,
o a algún otro lugar igualmente horrible. Él no lo sabía, no era
teólogo. Lo que sí sabía era que no podía entregar sus secretos
al traidor, al rikugunshokan,
y que sus torturadores e interrogadores innegablemente se los
arrebatarían probablemente antes de que Bayushi Shoju-dono pudiese
llegar para confrontar al villano.
Mientras
la sangre carmesí empapaba la tela de su kimono
escarlata y negro, su cuerpo se desplomó en el suelo. Y su alma se
marchaba lejos de donde los hombres del rikugunshokan
podían seguirla. Era el último sacrificio que podía hacer por el
Clan, y su lealtad y deber así lo exigían. Le esperaba una
eternidad de torturas antes de poder reencarnarse de nuevo, pero las
abrazaría sonriente, sabiendo que el Clan estaba a salvo.
Chugo,
deber y lealtad, el pilar de su entrenamiento, había recibido el
último y más valioso de los sacrificios. Sin temor, sin dudar, se
abandonó al camino que quedaba por delante, ese del que nadie
regresaba con memoria.
Escrito el 14 de Julio de 2012, recordando eventos ocurridos en torno al año 2001-2002.
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