El Mundo Desde Abajo
Escuchadme, pequeños, porque vosotros veis las cosas con demasiada
inocencia. Cada día, os veo jugando con los demás niños de la aldea a
las guerras y a las batallas, imitando ser los nobles que no somos. Pero
lo que contáis y disfrutáis, como juego que es, dista mucho de la
verdad. Os voy a contar cómo fueron aquellos años de mi infancia en los
que la guerra partió mi mundo en dos.
Todo había
comenzado como un año normal, con el invierno duro y frío y los campos
pidiendo manos para arar los surcos y sembrar las semillas que habían de
germinar con los meses. Lo de siempre, lo que habéis visto todas las
primaveras. Yo, como vosotros ahora, era demasiado pequeño para trabajar
el campo, así que alternaba entre jugar con los demás niños y ayudar en
la casa con lo que Madre, vuestra Abuela, solicitaba. Exactamente como
vosotros, y como harán vuestros hijos y nietos cuando llegue el momento.
Pero
con el comienzo de la primavera, el ambiente en el pueblo estaba
enrarecido. Los mayores hablaban en corrillos con tonos serios y
oscuros, y rápidamente nos mandaban lejos para que no escuchásemos lo
que se decía. Madre y Padre discutían a menudo, cuando creían que todos
estábamos dormidos. Pero no lo estábamos. Y mis dos Hermanos mayores,
que El Señor tenga en su gloria, estaban nerviosos, hoscos y sus
bravuconadas se sucedían. Se pavoneaban frente a las chicas de su edad,
pero lo hacían con miedo a la vez que altanería.
Al
final de abril, cuando las lluvias cubrían los campos mal trabajados, lo
que todo el mundo hablaba en voz baja fue dicho por un pregonero en la
plaza del pueblo. El Marqués llamaba a todos los hombres mayores de
dieciséis años a que se preparasen para partir a la guerra en sus levas.
Por alguna razón, los nobles se enfrentaban unos a otros, el por qué no
importaba demasiado. Al menos, no para nosotros, nunca se molestaban en
explicar nada, y Padre tampoco nos lo decía a los pequeños.
Se
fueron el día de San Félix, el 2 de Mayo, y pronto serían mártires como
él. Se marcharon por la mañana, con el resto de los adultos del pueblo,
equipados con lanzas viejas y cascos abollados. Caminaban lentamente
detrás del Marqués y su cuadrilla de caballeros, todos a lomos de sus
roncines, con sus armaduras brillantes y sus escuderos cuidando de sus
necesidades. Los nuestros sólo andaban, en silencio o hablando en voz
baja, mientras las mujeres y los niños los rodeaban para despedirlos.
Los
campos quedaron desatendidos durante los meses que siguieron, sus
productos creciendo y pudriéndose por la falta de manos para cuidarlos.
Madre sólo lloraba y trataba de mantener en orden la casa, pero no daba a
basto. Y nosotros dejamos de poder jugar para tener que ayudar todo lo
posible. A finales de mes, llegaron nuevas de que mi hermano mayor había
muerto en el campo de batalla, pero que el combate había ido bien y que
se estaba organizando un asedio contra las tierras del otro Señor. Ni
siquiera sabíamos dónde era, ni jamás fue traído a casa su cadáver.
Durante
el verano, las cosas siguieron igual. Mi segundo hermano murió de
fiebres durante el asedio, junto a muchos de los hermanos y padres de
los habitantes del pueblo, y su cadáver fue quemado para evitar que la
enfermedad se esparciese por el campamento militar. La villa parecía más
un funeral permanente que el hogar que vosotros conoceis: muertos que
llorar, campos sin cultivar o mal trabajados, casas vacías,... no había
sitio para las risas ni los juegos. Ni para la infancia, ni la
inocencia. Vivíamos con el corazón en un puño, pendientes de las nuevas
que podrían traernos el fatal desenlace para alguien querido.
Con
la llegada de septiembre, el ejército de nuestro Señor se lanzó a la
toma de las murallas de la ciudad asediada, y fueron repelidos una y
otra vez. Las bajas fueron muy numerosas entre la leva, pero los nobles,
en sus tiendas de campaña, parecían no reparar en ello. Para sus
importantes personas, la leva sólo eran números, pero yo conocía todos
los nombres que la componía, y Padre era uno de ellos.
Para
San Martín, cuando el pueblo debía estar preparando la matanza del
cerdo, todos estábamos en la plaza. Finalmente, regresaban a casa. Si
habían marchado personas, regresaban fragmentos de ellas, arrastrando
los pies y renqueando, heridos en el cuerpo y en el alma. Padre había
perdido un brazo en algún momento del conflicto, y la única vez que le
vi llorar en su vida fue el momento en que rodeó el talle de Madre con
su otro brazo. El regreso al hogar. Todos lo rodeamos y abrazamos con
fuerza, llorando como todo el mundo hacía.
Mi Padre
quedó roto entonces y durante toda su vida. Jamás pudo labrar bien el
campo, ni hacer sus labores de marido de la casa. Y, sin mis Hermanos
mayores, nuestros campos cayeron en mal estado. Eso hizo que el invierno
fuese más duro que nunca, con hambre día si y día también. Y el año
siguiente sólo fue marginalmente mejor, porque unos parientes podían
ayudar un poco, sacando tiempo de donde podían tras atender sus campos
con sus fuerzas mermadas.
Jamás he hablado de aquellos
años antes de ahora, y no volveré a hacerlo de nuevo. Fue cuando mi
familia fue partida para siempre, y el dolor que siguió fue tan terrible
como la guerra misma. Así que, cuando os acostéis pensando en gestas e
historias, rogad a Dios porque no venga una guerra de verdad. Porque
allí no hay sitio para los héroes ni las princesas, sólo para la muerte y
el dolor, lejos de los seres queridos, luchando por algo que no importa
más que a unos nobles sedientos de orgullo y poder.
Este relato fue escrito el 16 de Octubre de 2012, en gran medida como la respuesta al relato anterior dentro de mi mundo de Hyspania.
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